— Pues bien. En el mundo están los cretinos, los imbéciles, los estúpidos y los locos.
— ¿Falta algo?
— Sí. Nosotros dos, por ejemplo. O, al menos, no es por ofender, yo. En suma todo el mundo, si se mira bien, participa de alguna de esas categorías. Cada uno de nosotros de vez en cuando es un cretino, un imbécil, un estúpido o un loco. Digamos que la persona normal es la que combina razonablemente todos esos componentes o tipos ideales… El genio es el que pone en juego uno de esos componentes de manera vertiginosa, alimetándolo con los demás.
El cretino ni siquiera habla, babea, es espástico. Se aplasta el helado contra la frente, no puede ni coordinar los movimientos. Entra en la puerta giratoria por el lado opuesto.
— ¿Cómo es posible?
— Él lo consigue. Por eso es un cretino. No nos interesa, se le reconoce enseguida. Dejémosle.
— Dejémosle.
— Ser imbécil ya es más complicado. Es un comportamiento social. El imbécil es el que habla siempre fuera del vaso. O si prefiere, es el que siempre mete la pata, el que le pregunta cómo está su bella esposa al individuo que acaba de ser abandonado por la mujer. ¿Me explico?
— Se explica, conozco a algunos.
— El imbécil está muy solicitado, sobre todo en las reuniones mundanas. Incomoda a todos, pero les proporciona temas de conversación. En su versión positiva llega a ser diplomático. Habla fuera del vaso cuando otros han metido la pata, consigue cambiar de tema. Nunca es creativo, trabaja de prestado. El imbécil no dice que el gato ladra, habla del gato cuando los demás hablan del perro. Confunde las reglas de conversación, y cuando las confunde bien es sublime. Creo que es una raza en extinción, un portador de virtudes eminentemente burguesas.
— ¿Y el estúpido?
— Ah. El estúpido no se equivoca de comportamiento. Se equivoca de razonamiento. Es el que dice que todos los perros son animales domésticos y todos los perros ladran, pero que también los gatos son animales domésticos y por tanto ladran. O que todos los atenienses son mortales, todos los habitantes del Pireo son mortales, de modo que todos los habitantes del Pireo son mortales.
— Y lo son.
— Sí, pero de pura casualidad. El estúpido incluso puede decir algo correcto, pero por razones equivocadas.
— Se pueden decir cosas equivocadas, con tal de que las razones sean las correctas.
— Vive Dios. ¿Si no por qué tomarse tanto trabajo para ser animales racionales?
— Todos los grandes monos antropomorfos descienden de formas de vida inferiores, los hombres descienden de formas de vida inferiores, por tanto todos los hombres son grandes monos antropomorfos.
— No está mal. Ya estamos en el umbral en el que sospechamos que algo no funciona, pero es necesario un esfuerzo para demostrar qué es lo que no cuadra y por qué. El estúpido es muy insidioso. Al imbécil se le reconoce enseguida (y al cretino ni qué decir), mientras que el estúpido razona como uno, sólo que con una desviación infinitesimal. Es un maestro del paralogismo. Se publican muchos libros escritos por estúpidos, porque a primera vista son muy convincentes. El redactor editorial no está obligao a reconocer al estúpido. No lo hace la academia de ciencias, ¿por qué tendría que hacerlo él?
— Tampoco lo hace la filosofía. El argumento ontológico de San Anselmo es estúpido. Dios tiene que existir porque puedo pensarlo como el ser dotado de todas las perfecciones, incluida la existencia. Confunde la existencia en el pensamiento con la existencia en la realidad.
— Sí pero, también es estúpida la refutación de Gaunilo. Puedo pensar en una isla en el mar aunque esa isla no exista. Confunde el pensamiento de lo contingente con el pensamiento de lo necesario.
— Una batalla entre estúpidos.
— Claro, y Dios se divierte como un loco. Decidió ser impensable sólo para demostrar que Anselmo y Gaunilo eran estúpidos. Qué motivo más sublime para la creación, qué me digo, para el acto mismo en virtud del cual Dios determina su propio ser. Todo para poder denunciar la estupidez cósmica.
— Estamos rodeados de estúpidos.
— No hay salida. Todos son estúpidos, salvo usted y yo. Mejor dicho, no es por ofender, salvo usted.
— Algo me dice que esto tiene que ver con el teorema de Gödel.
— No sé nada, soy un cretino… El cretense Epiménides dice que todos los cretenses son mentirosos.Si lo que dice él que es cretense y conoce bien a los cretenses, es cierto.
— Eso es estúpido.
— San Pablo. Epístola a Tito. Ahora esta otra: todos los que piensan que Parménides es mentiroso tienen que creer a los cretenses, pero los cretenses no creen a los cretenses, por tanto ningún cretense piensa que Epiménides es mentiroso.
— ¿Eso es estúpido o no?
— Decídalo usted mismo. Ya le he dicho que no es fácil reconocer al estúpido. Un estúpido puede llegar incluso a ganar el premio Nobel.
— Déjeme pensar… Algunos de los que no creen que Dios haya creado el mundo en siete días no son fundamentalistas, pero algunos fundamentalistas creen que Dios ha creado el mundo en siete días, por tanto nadie que no crea que Dios haya creado el mundo en siete días es fundamentalista. ¿Es o no estúpido?
— Dios mío; realmente hay que decirlo… no sé, ¿a usted qué le parece?
— Siempre es estúpido, aunque pueda resultar cierto. Viola una de las leyes del silogismo. De dos premisas particulares no pueden extraerse conclusiones universales.
— ¿Y si el estúpido fuese usted?
— Estaría en buena y muy antigua compañía.
— Pues sí, la estupidez nos rodea. Y quizá para un sistema lógico diferente nuestra estupidez sea sabiduría. Toda la historia de la lógica es un intento por definir una noción aceptable de estupidez. Demasiado ambicioso. Todo gran pensador es el estúpido de otro.
— El pensamiento como forma coherente de estupidez.
— No. La estupidez de un pensamiento es la incoherencia de otro pensamiento.
— Profundo. Son las dos, falta poco para que Pílades cierre y aún no hemos llegado a los locos.
— Ya llego. Al loco se le reconoce enseguida. Es un estúpido que no conoce los subterfugios. El estúpido trata de demostrar su tesis, tiene una lógica, cojeante, pero lógica es. En cambio, el loco no se preocupa por tener una lógica, avanza por cortocircuitos. Para él, todo demuestra todo. El loco tiene una idea fija, y todo lo que encuentra le sirve para confirmarla. Al loco se le reconoce porque se salta a la torera obligación de probar lo que se dice; porque siempre está dispuesto a recibir revelaciones. Y le parecerá extraño, tarde o temprano el loco saca a relucir a los templarios.
Umberto Eco (2003). El péndulo de Foucault (pp.91-96). Buenos Aires: Debolsillo