El movimiento estudiantil, surgido en las universidades pertenecientes al Consejo de Rectores, y al cual se han sumado académicos y autoridades, ha puesto en evidencia algo que estaba a la vista, y que sin embargo los chilenos nos negábamos a ver. El escándalo de la educación en Chile: colegios municipalizados que reciben un financiamiento miserable; particulares subvencionados que maximizan sus utilidades estrujando a los profesores con cuarenta y más horas de trabajo en aula. Y universidades, perfectamente acreditadas (¿CÓMO?) en las cuales, mediante la figura de las inmobiliarias, accionistas pueden retirar capital y utilidades; ser compradas y vendidas. En las cuales los alumnos al ingresar deben firmar una renuncia a su legítimo derecho a asociación; o que prácticamente carecen de profesores contratados, y recurren a un proletariado del conocimiento (profesores-taxi) al cual sólo pagan honorarios (nada para previsión social; nada para salud); al que, en algunos casos, contabilizan sólo las horas efectivamente dictadas, sin admitir excepción: si un día te tocaba clase, y hubo terremoto, fiesta nacional, paro del transporte, lo que sea, no se te paga, y punto. Y todo esto, frente a la mirada benévola de las autoridades.